Colombia: nuestra otra guerra
miércoles, agosto 17, 2005
Por: Thomas Oliphant, Columnista habitual de temas de Washington, D.C., del Boston Globe. Publicado por El Espectador en la edición del 6 al 13 de agosto.
Para personajes importantes de estados Unidos interesados en darle una mirada al caos asesino que sigue siendo Colombia –con el dinero y los soldados estadounidenses avivando la carnicería– existen básicamente dos formas de viajar: la primera es para los porristas de la política del gobierno del presidente Bush, que mantiene la continuación de la matanza y el flujo de las drogas ilegales. La otra es la forma de Jim McGovern.
Los porristas, a cambio de ponerse unos antifaces que les impiden ver, viajan al país y regresan a Estados Unidos en 36 horas. Al sofisticado embajador de Colombia aquí, Luis Alberto Moreno, le gusta hacer todos los arreglos. Los porristas obtienen modernas presentaciones por parte de funcionarios estadounidenses y colombianos en Bogotá, una rápida mirada a un proyecto Potemkin del desarrollo económico o a una aldea que acaba de ser “pacificada”, una noche de entretenimiento cultural, una rueda de prensa fácilmente reunida con el fin de proclamar el progreso y –presto– están de vuelta en Estados Unidos para dar su apoyo a más miles de millones de dólares para financiar otra guerra estadounidense, en la cual solamente el pueblo colombiano es la víctima.
El representante McGovern prefiere camionetas y vehículos todoterreno en áreas remotas, donde la seguridad es cuestionable y los guías son curtidos defensores de los derechos humanos y el cambio económico, provenientes de dependencias no gubernamentales y las iglesias Católica y Protestante, que enfrentan la tarea cuesta arriba de parar el enfoque que siempre ha fracasado en América Latina: la guerra.
Después de más de 4.000 millones de dólares y cientos de soldados estadounidenses y “contratistas” privados del tipo de los que inundan Iraq, los porristas no carecen de lo que personas enteradas denominan la “métrica”. Los secuestros han bajado en 52 por ciento. El cultivo de amapola fue reducido en 52 por ciento, en tanto que la producción de coca en sí ha bajado en un tercio en los últimos tres años. Los arrestos y las “deserciones” entre fuerzas de los narcotraficantes en el país están registrando un considerable aumento.
Según McGovern, sin embargo, los frutos de la política estadounidense a través de dos gobiernos en los últimos cinco años han sido muerte, drogas y opresión. “El hecho es que no hay ninguna luz al final del túnel mientras estemos simplemente alimentando el statu quo, declaró, la semana pasada.
McGovern nota la típica diseminación de la producción de cocaína a través de un tramo más extenso de la región en respuesta a la supuesta aplicación de severas medidas sobre productores en Colombia, la abundante reserva y el bajo precio de la cocaína en las calles de Estados Unidos, y, lo que es más importante, la violencia que persiste en el país.
No hay duda con respecto al impacto de la estrategia de respaldo militar para un gobierno que está tratando de abrirse paso a bala hasta alcanzar la estabilidad. Por decenios, eso ha significado masacres de ciudadanos rurales, cuya mala fortuna es estar en medio de la lucha. De hecho, el Alto Comisionado de la ONU para Refugiados ha catalogado el desplazamiento resultante de personas como una crisis humanitaria apenas en segundo lugar después de la situación genocida en Sudán.
Debido a la continuación de combates y asesinatos por parte de escuadrones paramilitares, aproximadamente tres millones de colombianos actualmente están hacinados en barriadas miserables en las inmediaciones de la mayoría de las ciudades y poblados. Eso equivale a casi el 10 por ciento de la población.
Al mismo tiempo, datos oficiales muestran que menos de 750.000 colombianos pagan ingresos sobre la renta, hecho que pone de relieve el grado hasta el cual esta situación se está convirtiendo en una guerra estadounidense.
La guerra no es simplemente de la izquierda versus la derecha o siquiera los buenos en contra de los malos. Según explica McGovern, existe un gobierno de centro-derecha con fuerzas armadas –suplementadas por las de Estados Unidos– aun con vínculos con unidades paramilitares que operan a la tradicional usanza latinoamericana de escuadrones de la muerte. Combaten con al menos dos aglomeraciones de combatientes que dejaron de pertenecer a la izquierda hace largo tiempo y se han convertido en esencia en milicias armadas que reúnen dinero mediante el tráfico de drogas. Desde la perspectiva ciudadana, es un ejemplo clásico de la razón por la cual, cuando los elefantes se enredan, son los tallos de la hierba los que terminan aplastados.
De hecho, si bien oficialmente transmite un aire similar en cuanto a Iraq, el gobierno del presidente Bush ha sido incapaz de producir la evidencia que se necesita para certificar que hay un progreso en el frente de los derechos humanos en el país –uno de los requisitos estatutarios para la liberación del desembolso más reciente de fondos de ayuda castrense–.
McGovern cree que los hechos justifican un alto inmediato a la ayuda militar y una modificación hacia un programa de ayuda social y económica. Asimismo, se siente consternado de que el presidente Álvaro Uribe Vélez pudiera aprobar en poco tiempo un nuevo estatuto, con el nombre orwelliano de la Ley de Justicia y Paz.
De hecho, eso institucionalizará la violencia oficial bajo la apariencia del retiro de sanciones para las organizaciones paramilitares y alentando su desarticulación. Una simple lectura de eso muestra que permitiría a miles de asesinos y torturadores conocidos seguir en libertad, y frustraría esfuerzos con miras a una rendición de cuentas pública sobre la violencia oficial, aunado a compensaciones. Un reciente estudio por parte de Amnistía Internacional afirma que los paramilitares ya están trabajando como informantes y agentes gubernamentales.
McGovern favorece las “comunidades de paz” que han surgido en más de una docena de áreas rurales. Impulsadas solamente por el hartazgo local con respecto a los diversos combatientes, éstas prohíben todas las armas en sus fronteras y se las ingenian para tener una precaria existencia con la ayuda de organizaciones no gubernamentales.
Ellas son, ay, el único punto brillante. Con recursos y “asesores” de Estados Unidos, la perspectiva de Colombia sigue siendo más de lo mismo.
Para personajes importantes de estados Unidos interesados en darle una mirada al caos asesino que sigue siendo Colombia –con el dinero y los soldados estadounidenses avivando la carnicería– existen básicamente dos formas de viajar: la primera es para los porristas de la política del gobierno del presidente Bush, que mantiene la continuación de la matanza y el flujo de las drogas ilegales. La otra es la forma de Jim McGovern.
Los porristas, a cambio de ponerse unos antifaces que les impiden ver, viajan al país y regresan a Estados Unidos en 36 horas. Al sofisticado embajador de Colombia aquí, Luis Alberto Moreno, le gusta hacer todos los arreglos. Los porristas obtienen modernas presentaciones por parte de funcionarios estadounidenses y colombianos en Bogotá, una rápida mirada a un proyecto Potemkin del desarrollo económico o a una aldea que acaba de ser “pacificada”, una noche de entretenimiento cultural, una rueda de prensa fácilmente reunida con el fin de proclamar el progreso y –presto– están de vuelta en Estados Unidos para dar su apoyo a más miles de millones de dólares para financiar otra guerra estadounidense, en la cual solamente el pueblo colombiano es la víctima.
El representante McGovern prefiere camionetas y vehículos todoterreno en áreas remotas, donde la seguridad es cuestionable y los guías son curtidos defensores de los derechos humanos y el cambio económico, provenientes de dependencias no gubernamentales y las iglesias Católica y Protestante, que enfrentan la tarea cuesta arriba de parar el enfoque que siempre ha fracasado en América Latina: la guerra.
Después de más de 4.000 millones de dólares y cientos de soldados estadounidenses y “contratistas” privados del tipo de los que inundan Iraq, los porristas no carecen de lo que personas enteradas denominan la “métrica”. Los secuestros han bajado en 52 por ciento. El cultivo de amapola fue reducido en 52 por ciento, en tanto que la producción de coca en sí ha bajado en un tercio en los últimos tres años. Los arrestos y las “deserciones” entre fuerzas de los narcotraficantes en el país están registrando un considerable aumento.
Según McGovern, sin embargo, los frutos de la política estadounidense a través de dos gobiernos en los últimos cinco años han sido muerte, drogas y opresión. “El hecho es que no hay ninguna luz al final del túnel mientras estemos simplemente alimentando el statu quo, declaró, la semana pasada.
McGovern nota la típica diseminación de la producción de cocaína a través de un tramo más extenso de la región en respuesta a la supuesta aplicación de severas medidas sobre productores en Colombia, la abundante reserva y el bajo precio de la cocaína en las calles de Estados Unidos, y, lo que es más importante, la violencia que persiste en el país.
No hay duda con respecto al impacto de la estrategia de respaldo militar para un gobierno que está tratando de abrirse paso a bala hasta alcanzar la estabilidad. Por decenios, eso ha significado masacres de ciudadanos rurales, cuya mala fortuna es estar en medio de la lucha. De hecho, el Alto Comisionado de la ONU para Refugiados ha catalogado el desplazamiento resultante de personas como una crisis humanitaria apenas en segundo lugar después de la situación genocida en Sudán.
Debido a la continuación de combates y asesinatos por parte de escuadrones paramilitares, aproximadamente tres millones de colombianos actualmente están hacinados en barriadas miserables en las inmediaciones de la mayoría de las ciudades y poblados. Eso equivale a casi el 10 por ciento de la población.
Al mismo tiempo, datos oficiales muestran que menos de 750.000 colombianos pagan ingresos sobre la renta, hecho que pone de relieve el grado hasta el cual esta situación se está convirtiendo en una guerra estadounidense.
La guerra no es simplemente de la izquierda versus la derecha o siquiera los buenos en contra de los malos. Según explica McGovern, existe un gobierno de centro-derecha con fuerzas armadas –suplementadas por las de Estados Unidos– aun con vínculos con unidades paramilitares que operan a la tradicional usanza latinoamericana de escuadrones de la muerte. Combaten con al menos dos aglomeraciones de combatientes que dejaron de pertenecer a la izquierda hace largo tiempo y se han convertido en esencia en milicias armadas que reúnen dinero mediante el tráfico de drogas. Desde la perspectiva ciudadana, es un ejemplo clásico de la razón por la cual, cuando los elefantes se enredan, son los tallos de la hierba los que terminan aplastados.
De hecho, si bien oficialmente transmite un aire similar en cuanto a Iraq, el gobierno del presidente Bush ha sido incapaz de producir la evidencia que se necesita para certificar que hay un progreso en el frente de los derechos humanos en el país –uno de los requisitos estatutarios para la liberación del desembolso más reciente de fondos de ayuda castrense–.
McGovern cree que los hechos justifican un alto inmediato a la ayuda militar y una modificación hacia un programa de ayuda social y económica. Asimismo, se siente consternado de que el presidente Álvaro Uribe Vélez pudiera aprobar en poco tiempo un nuevo estatuto, con el nombre orwelliano de la Ley de Justicia y Paz.
De hecho, eso institucionalizará la violencia oficial bajo la apariencia del retiro de sanciones para las organizaciones paramilitares y alentando su desarticulación. Una simple lectura de eso muestra que permitiría a miles de asesinos y torturadores conocidos seguir en libertad, y frustraría esfuerzos con miras a una rendición de cuentas pública sobre la violencia oficial, aunado a compensaciones. Un reciente estudio por parte de Amnistía Internacional afirma que los paramilitares ya están trabajando como informantes y agentes gubernamentales.
McGovern favorece las “comunidades de paz” que han surgido en más de una docena de áreas rurales. Impulsadas solamente por el hartazgo local con respecto a los diversos combatientes, éstas prohíben todas las armas en sus fronteras y se las ingenian para tener una precaria existencia con la ayuda de organizaciones no gubernamentales.
Ellas son, ay, el único punto brillante. Con recursos y “asesores” de Estados Unidos, la perspectiva de Colombia sigue siendo más de lo mismo.