Un instante
lunes, junio 05, 2006
Por: Miguel Yances Peña. Columnista de El Universal de Cartagena.
Especial para Atrabilioso
A pesar de lo inevitable y lo previsible que resulta, nunca los seres humanos no estamos preparados para la muerte. Nos atemoriza la propia y nos derrumba la ajena. Siempre que muere un ser querido, nos queda una extraña sensación de haberle quedado debiendo algo… especialmente afecto.
Nos viene irremediablemente a la memoria, no todo lo bueno que fuimos con ellas, sino los que nos faltó, aquello que pudimos hacer mejor; y eso nos intranquiliza, porque el tiempo sigue su marcha hacia delante, sin brindarnos la oportunidad de deshacer lo que hicimos mal, y repetir en mayores dosis lo que hicimos bien.
Y el dolor se empecina en torturarnos, porque después del momento fatídico, el mismo dolor se vuelve añejo y nos atormenta en cada recuerdo, hasta que ya no recordamos más nuestra mezquindad afectiva, sino la bondad infinita de quien nos dejó, y los ratos felices que pasamos junto a ella. Razón tienen las civilizaciones que entierran a sus muertos con música, como para tratar de jugarle una pasada a los remordimientos y quedarse con los buenos ratos en la memoria.
Sabia es la naturaleza cuando ordena que los jóvenes entierren a sus ancianos, y los hijos a sus padres; pero que injusta es la vida, cuando en forma empecinada la controvierte. Los padres nunca estarán preparados para enterrar a sus hijos; su psiquis lo encuentra ilógico, anormal, inesperado. Ellos son creadores de vida; sin embargo la naturalaza a veces caprichosa, les coloca en esa dura situación.
Ese dolor les ha tocado padecerlo a dos de las personas más maravillosas que he conocido. Su única hija, en plena flor de la juventud. La razón y prolongación de su existencia les ha dejado intempestivamente, dejándolos solos, con un enorme vacío en el corazón. ¿Dónde colocar ahora tanta capacidad de amar? Si la vida les hubiera permitido una elección, estoy seguro que hubieran dado lo que fuera, todo si fuera necesario; hasta sus propias vidas para salvar la de ella. Pero el destino no lo quiso así.
Dicen que las personas no mueren, sino cuando desaparecen sus recuerdos y estoy seguro que el suyo estará perenne en las mentes de quienes le conocieron. Paz en su tumba y paz en los corazones de quienes le quisieron.
Peor aún, cuando no es la naturaleza la que nos arrebata nuestros seres queridos, sino la acción premeditada y violenta de quienes detrás de ideales, tal vez, pero equivocados en el rumbo, o por poder y dinero la mayoría de veces, masacran diariamente nuestra juventud. ¿Cuántas madres y padres en Colombia lloran diariamente a sus hijos? No hay objetivo que justifique tanta barbarie: ni el poder, ni el dinero, ni la defensa de la vida misma se pueden esgrimir como justificación de tales hechos.
Pero la historia de la humanidad esta llena de ejemplos de cómo unos, por dominar a otros, utilizan la violencia en todas sus formas: violencia física, violencia psíquica, violencia jurídica, violencia económica, por citar solo algunas. Y toda forma de violencia, cuando se aplica indiscriminadamente, tiene connotación de terrorismo. Este concepto es el que tenemos que aprehender para evitar que violencia se responda con violencia; y terrorismo, con terrorismo.
¿Será utopía pensar un mundo en que los seres humanos no se compitan, no se relacionen con manifestaciones de poder, no intriguen para obtener ventajas, no sientan mala envidia (porque la hay buena) por lo que el otro logró, sin saber con cuantos sacrificios, etc.; sino que compartan, ayuden y unan esfuerzos en procura del bienestar común e igualitario?
Jesús creo el paradigma que muchos predican, pero pocos practican; aunque algunos practican pero no predican.
Especial para Atrabilioso
A pesar de lo inevitable y lo previsible que resulta, nunca los seres humanos no estamos preparados para la muerte. Nos atemoriza la propia y nos derrumba la ajena. Siempre que muere un ser querido, nos queda una extraña sensación de haberle quedado debiendo algo… especialmente afecto.
Nos viene irremediablemente a la memoria, no todo lo bueno que fuimos con ellas, sino los que nos faltó, aquello que pudimos hacer mejor; y eso nos intranquiliza, porque el tiempo sigue su marcha hacia delante, sin brindarnos la oportunidad de deshacer lo que hicimos mal, y repetir en mayores dosis lo que hicimos bien.
Y el dolor se empecina en torturarnos, porque después del momento fatídico, el mismo dolor se vuelve añejo y nos atormenta en cada recuerdo, hasta que ya no recordamos más nuestra mezquindad afectiva, sino la bondad infinita de quien nos dejó, y los ratos felices que pasamos junto a ella. Razón tienen las civilizaciones que entierran a sus muertos con música, como para tratar de jugarle una pasada a los remordimientos y quedarse con los buenos ratos en la memoria.
Sabia es la naturaleza cuando ordena que los jóvenes entierren a sus ancianos, y los hijos a sus padres; pero que injusta es la vida, cuando en forma empecinada la controvierte. Los padres nunca estarán preparados para enterrar a sus hijos; su psiquis lo encuentra ilógico, anormal, inesperado. Ellos son creadores de vida; sin embargo la naturalaza a veces caprichosa, les coloca en esa dura situación.
Ese dolor les ha tocado padecerlo a dos de las personas más maravillosas que he conocido. Su única hija, en plena flor de la juventud. La razón y prolongación de su existencia les ha dejado intempestivamente, dejándolos solos, con un enorme vacío en el corazón. ¿Dónde colocar ahora tanta capacidad de amar? Si la vida les hubiera permitido una elección, estoy seguro que hubieran dado lo que fuera, todo si fuera necesario; hasta sus propias vidas para salvar la de ella. Pero el destino no lo quiso así.
Dicen que las personas no mueren, sino cuando desaparecen sus recuerdos y estoy seguro que el suyo estará perenne en las mentes de quienes le conocieron. Paz en su tumba y paz en los corazones de quienes le quisieron.
Peor aún, cuando no es la naturaleza la que nos arrebata nuestros seres queridos, sino la acción premeditada y violenta de quienes detrás de ideales, tal vez, pero equivocados en el rumbo, o por poder y dinero la mayoría de veces, masacran diariamente nuestra juventud. ¿Cuántas madres y padres en Colombia lloran diariamente a sus hijos? No hay objetivo que justifique tanta barbarie: ni el poder, ni el dinero, ni la defensa de la vida misma se pueden esgrimir como justificación de tales hechos.
Pero la historia de la humanidad esta llena de ejemplos de cómo unos, por dominar a otros, utilizan la violencia en todas sus formas: violencia física, violencia psíquica, violencia jurídica, violencia económica, por citar solo algunas. Y toda forma de violencia, cuando se aplica indiscriminadamente, tiene connotación de terrorismo. Este concepto es el que tenemos que aprehender para evitar que violencia se responda con violencia; y terrorismo, con terrorismo.
¿Será utopía pensar un mundo en que los seres humanos no se compitan, no se relacionen con manifestaciones de poder, no intriguen para obtener ventajas, no sientan mala envidia (porque la hay buena) por lo que el otro logró, sin saber con cuantos sacrificios, etc.; sino que compartan, ayuden y unan esfuerzos en procura del bienestar común e igualitario?
Jesús creo el paradigma que muchos predican, pero pocos practican; aunque algunos practican pero no predican.